Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un
rescate en «andas de oro y plata que pesaban más de veinte mil marcos de
plata, fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo... ».
Después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que estaban entrando
en la Ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la capital del imperio
incaico, pero no demoraron en salir del estupor y se pusieron a saquear el
Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando
llevarse del tesoro la parte del león, los soldados, con cota de malla,
pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban
martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban al
crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del templo: las placas
que habían cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y
otros objetos del jardín»
(18 ibid.)
18
Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado en el Códice
Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado en el Códice
Florentino. Más adelante, cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida capital
azteca, los españoles entran en la casa del
tesoro, «y luego hicieron una gran bola
de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por
valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo
redujeron a barras...».
Hules guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, la
reconquistó en 1521. «Y ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada
teníamos que comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada y
cubierta de cadáveres, cayó. «Y toda la noche llovió sobre nosotros». La horca y el
tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban nunca las
exigencias de la imaginación, y durante largos años excavaron los españoles el
fondo del lago de México en busca del oro y los objetos preciosos presuntamente
escondidos por los indios.
Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre Guatemala y «eran
tantos los indios que mataron, que se hizo un río de sangre, que viene a ser
el Olimtepeque», y también «el día sevolvió colorado por la mucha sangre
que hubo aquel día». Antes de la batalla decisiva, «y vístose los indios
atormentados, les dijeron a los españoles que no les atormentaran más, que
allí les tenían mucho oro, plata, diamantes y esmeraldas que les tenían los
capitanes Nehaib Ixquín, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los
españoles y se quedaron con ellos... »
(17 Miguel León-Portilla, op.
cit. 's Ibid.)
Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un
rescate en «andas de oro y plata que pesaban más de veinte mil marcos de
plata, fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo... ».
Después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que estaban entrando
en la Ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la capital del imperio
incaico, pero no demoraron en salir del estupor y se pusieron a saquear el
Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando
llevarse del tesoro la parte del león, los soldados, con cota de malla,
pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban
martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban al
crisol, para convertir el metal en barras,
todo el tesoro del templo: las placas que habían cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín»
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